Sin
dejar de atender al monitor donde, probablemente, acababa de abrir mi ficha de
paciente, la doctora contestó a mi saludo con un rutinario: “¿Cómo estás?”.
He
de aclarar que llevaba más de dos horas en la sala de espera, que eran las dos
menos veinte del mediodía, sin comer y que estaba dando cabezadas a punto de
quedarme dormido, segundos antes de oír mi nombre en la puerta de la consulta.
“Razonablemente bien” contesté tras unos
instantes de duda, mientras tomaba asiento frente a su mesa.
“¿Razonablemente?” preguntó ella,
mirándome con interés.
“Bueno. No me ha
abandonado el catarro desde el año pasado, mi nariz vuelve a estar taponada por
los dichosos pólipos – odio a los pólipos -
y si a esto le añadimos el retraso de la pensión y que hace más de tres
años que no me despierto con una señora
de buen ver, a mi lado, se podría pensar que estoy como la caca, pero dada mi
natural tendencia a ver el medio vaso lleno y teniendo en cuenta que estoy
vivo, podemos establecer como razonable, en términos relativos, mi bienestar en
el día de hoy”.
Tras
unos segundos observándome por encima de sus gafas, esbozó lentamente una
sonrisa y supe que había comprendido que nunca me daré por vencido. Nunca.
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