José

|



Nada más salir de casa, doblando la esquina pintada de amarillo, aparece el minúsculo callejón que va a parar hasta el muelle y en su extremo, cada mañana, la silueta de José aparece sentada en el murete que protege al asfalto de las piedras y la arena.
José observa el mar en calma sin mover un solo músculo, con su cabeza siempre inclinada a la derecha y un cigarro que se consume lentamente entre sus dedos. Cuando las aguas están agitadas, él se mueve al mismo ritmo, va y viene, fuma de modo compulsivo su cigarro y se desespera como si fuese responsable de los malos vientos y las desbocadas mareas. En el caso contrario, la calma la disfruta serenamente, con la complicidad de dos locos en paz.
En el pueblo, todos le llaman Pepito, con esa crueldad mezcla de ignorancia y desprecio que empleamos cuando nos cruzamos con un ser débil. Pepito, José, tendrá casi los cuarenta años, un pequeño bigote y una gorra de visera muy vieja que no se quita jamás. Su universo de poco más de una manzana y dos calles le bastan para observar a los que pasan, digerir sus tranquilizantes y, sobre todo, contemplar el mar.
Estoy convencido de que si a José la quitasen el mar, su mar de cada día, se iría con él para siempre. Me temo que, cualquier mañana, José tendrá un instante de lucidez, se volverá completamente cuerdo y nos abandonará.definitivamente.
Tarajalejo 2009