Mientras tomo un cafelito, al ver la sacarina me pregunto si no será una alteración de mi díscolo nivel de azúcar, la causante del reciente cambio de actitud, a favor de los leones y en detrimento de Arapahoes y demás. Lo cierto es que mi humor matinal no es el mismo desde que no puedo probar los dulces que el cuerpo me pedía últimamente. Ni siquiera paladear lentamente una “Magdalena” con lo que disfruto viendo como absorbe la mitad del café con leche, nada más introducirla en la taza para, más tarde, explotar en mi boca con su aroma de mantequilla y horno. ¡En fin! Uno no puede tener todo lo que desea, aunque se trate simplemente de compartir pequeños placeres con una dulce “Magdalena”.
Todo esto me transporta de nuevo a la sabana, gracias a la astucia de mis neuronas y sus asociaciones de ideas que nunca dejarán de sorprenderme. Allí continúa su apacible camino nuestro regio protagonista con sus recuerdos a los lomos, seguro de hacer lo que debe aunque sin comprender del todo porqué lo hace, sin buscar respuestas a sus múltiples preguntas, consciente de caminar con el deber cumplido, con lo que su naturaleza le exigía.
Atrás deja varias camadas, compañeras cazadoras, un clan necesitado de savia nueva y rugidos jóvenes y agresivos. Años defendiendo un territorio para su gente, a sabiendas de que el suyo estaba aún por explorar, un territorio sin límites conocidos, con un final libre e incierto que, un día, su instinto le obligó a buscar sin remedio.
Muchos tenemos algo de esta mezcla felina de inquietud, soberbia y romanticismo que nos impulsa a caminar en la sabana hacia un horizonte que con su rielar de suelo abrasador no nos permite ver más allá, esa tierra prometida donde exprimir lo que queda de nuestras vidas.
Otro día hablaré de los indios. Espero.
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