Mi amiga Magdalena y los meñiques

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Esta noche ceno solo - en definitiva, como tantas otras noches – y no sé por qué, hoy me he obsesionado con mis dedos meñiques que se están encorvando hacia el interior de la mano, de forma misteriosa e inexorable. Tampoco es tan grave – pienso – Si fuese Rafa Nadal, ese chico que se hace multimillonario jugando al tenis, o un virtuoso de la guitarra, estaría realmente jodido, pero en mi caso es una consecuencia lógica del envejecimiento que padezco día a día, desde hace mucho tiempo. O sea, desde que nací. Lo malo es que antes era para mejorar y ahora todos los cambios son para estropear la cosa, para ponerlo todo un poco más feo y difícil.
En el fondo, lo que realmente me fastidia es no poder contárselo a nadie. Se me acaba de ocurrir contárselo a la camarera, tan gallega como simpática ella, pero creo que no lo va a entender y temo que, en el mejor de los casos, me tome por un pervertido o, simplemente, por un imbécil.
En la mesa de mi derecha cenan dos señoras francesas – lo deduzco porque hablan entre ellas en francés, o sea – a las que se lo podría comentar, pero mi bajo nivel del idioma, unido a lo absurdo del tema, me lleva a intuir un rechazo total o, por el contrario, en función de las miraditas que una de ellas lleva tiempo dedicándome, que se confunda mi necesidad de comunicarme, con un burdo reclamo sexual que, en este momento y dado el deterioro, tanto de mis meñiques como de las señoras en cuestión, no estoy por la labor de satisfacer.
Si llamo a cualquiera de mis hijos, se van a preocupar pensando que empiezo a desvariar y van a tener que cargar con un viejo loco en un futuro inmediato o que me aburro en un calabozo, detenido por saltarme un semáforo en rojo, con un 103 de más. En fin.
Posiblemente sea mi amiga Magdalena, la única que va a entender mi preocupación, pero no son horas para semejante estupidez, aunque, tal vez…
La llamé. Sabía que no me defraudaría, siempre cercana, inteligente y cálida. Un lujo.
Ya duermo tranquilo.

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